domingo, 14 de agosto de 2011

UNA MUERTE PARA SIEMPRE (y Rubén Bonifaz Nuño)




                Hace casi un año escuché por primera vez ese término “morirse para siempre”. Pero su autor tenía entonces seis años. Espero poder usarlo como titulo de esta entrada sin que haya molestias de parte de los padres del pequeño Darío, grandes, de los más grandes amigos míos.

                Por su parte Rubén Bonifaz Nuño, poeta mexicano nacido en Córdoba Veracruz el 12 de noviembre de 1923 y que aun contamos con él en este plano físico, ha sido un artista enamorado de la muerte desde las palabras, las letras, lo impreso. En uno de sus poemas escribe: “Y sudo al pensar que he de morirme para siempre” (poema 25 de la sección “Los demonios y los días”, pag. 142 del libro “De otro modo lo mismo” selección y edición del fondo de cultura económica 1979) y podría asegurar que el pequeño al que cito al inicio de esta entrada no ha leído dicho poema, sin embargo es un “podría” tambaleante ya que los padres de Darío cuentan con una vasta biblioteca (aunque no tan vasta como sé que ellos quisieran) donde podría haber encontrado dicho libro, lo que no le quita merito en absoluto: mira que un niño de seis o siete años haya encontrado en esa frase la profundidad que Rubén ha plasmado.

Por si no lo he dicho lo digo ahora.
Tengo una certeza: la de la muerte
que llega vaciándonos con furia;
y tengo un recuerdo: el de la escondida
muerte; y una indócil esperanza:
la de revivir en la carne.

Porque amo mis huesos y mis nervios;
mis brazos que cierran, mi boca
que deja salir; la mansedumbre
sepultada y tibia de mis entrañas,
y el sabor ilustre de las cosas
que viven, y el aire que lo lleva.

Y sudo al pensar que he de morirme
para siempre, y sueño ser yo mismo
otra vez: juntarme, escogerme
yo mismo entre todo,
y recuperarme y entregarme.

                Y es que la muerte es uno de los temas recurrentes en todos los poetas, pero pocos lo plasman como debieran, o pocos captan la esencia de algo que es puramente eso: esencia. Otro tema que podríamos señalar en varios poetas, pero que también es espinoso en cuanto a ser poesía lograda es el mar.

                Decía un crítico a propósito de “Muerte sin fin” de José Gorostiza: “José Gorostiza (1901-1973) nació en Villahermosa, Tabasco, mas no existe en él ese torrente de colores, música y palabras que baña la obra de otros poetas del trópico.” (les debo el dato de quien es el crítico) y este no es precisamente el caso de Rubén, aunque en mi limitado conocimiento de poesía dudo que el hecho de haber nacido en el zonas tropicales condicione toda una obra, si bien todo poeta escribe desde su condición de vida no así desde su nacimiento y algunos, en realidad los mas pocos, son los que se dedican a una sola forma de expresión, aunque inmediatamente podamos saber de quién es un poema de acuerdo a un estilo, personal, no de situación geográfica.

                En fin, el tema del mar es recurrente, o los elementos del mar, pero cómo no habría de serlo si casi todo nuestro mundo es mar…



Entre sordas piedras herrumbrosas,
gargantas y dientes y nudos, y altos
círculos de pájaros y de viento.

Donde el mar, gimiendo, llega turbio
a colgar de hilachos viejos, de espuma,
de cosas abiertas, despedazadas:

de caparazones de cangrejos
que a pausas se rompen y se vacían,
de peces que lentamente se pudren.

En donde un olor confuso y tibio
se mece en el aire espeso, descansa,
y sube de nuevo y flota y revive,

vine a recordarte. Y de tus ojos
algo que no tuve llego a mis ojos.

                Augusto Monterroso en su prólogo a “Movimiento perpetuo” dice que todo escritor que se respeto o todo buen escritor tiene alguna obra dedicada a las moscas. Y una día Kafka despierta siendo una cucaracha o algún insecto parecido. Pues también Rubén maneja esta metamorfosis, pero como un idilio, como algo que se desea o que se es inevitablemente, algo que a fin de cuentas nos hace insectos con consciencia de hombres y en el peor de los casos al contrario: hombres con consciencia de insectos…

Qué fácil sería para esta mosca,
con cinco centímetros de vuelo
razonable, hallar la salida.

Pude percibirla hace tiempo,
cuando me distrajo el zumbido
de su vuelo torpe.
Desde aquel momento la miro,
y no hace otra cosa que achatarse
los ojos, con todo su peso,
contra el vidrio duro que no comprende.
En vano le abrí la ventana
y traté de guiarla con la mano;
no lo sabe, sigue combatiendo
contra el aire inmóvil, intraspasable.

Casi con placer, he sentido
que me voy muriendo; que mis asuntos
no marchan muy bien, pero marchan;
y que al fin y al cabo han de olvidarse.

Pero luego quise salir de todo,
salirme de todo, ver, conocerme,
y nada he podido; y he puesto
la frente en el vidrio de mi ventana.

                Hipérboles que nos llevan al principio del que se parte, o si se prefiere al mismo lugar sin tocar el mismo punto. Donde el poeta tiene un amor inevitable, un amor doliente, o más bien, como diría otro Rubén (Darío): “Sin la mujer la vida es pura prosa.” Ó José Ortega y Gasset: “En rigor, el amor puro es el amor que no se realiza, todo tensión, afán, anhelo.” Y el mismo Bonifaz Nuño en lo que yo considero sus más grandes versos (sin pretender reducirlo a estos y aunados a estos otros: “que al mover la arena ya lo sabe: siempre estará rota la más hermosa.”): “si todos sabrán que estoy quemado, ninguno sabrá que por tus llamas.”



Aunque bien sé que no me extrañas,
aunque tengo la razón, me acuerdo:
el cáncer terminó; te ausentas
por todo lo mal que supe amarte.

Ya fui desventurado cuando
estuviste aquí, y en el momento
donde te vas, me desventuro.
La sola ventaja de estar ciego
es acaso no poder mirarte.

Ya morir sin arrepentimiento
es mi esperanza, y te lo digo
porque al fin te conozco;
que si he pedido muchas cosas,
pude pagar con sobreprecio
las pocas que me fueron dadas.

Mientras más mal te portas, mucho
más te voy queriendo, y porque espero
menos, me injurio y te acrecientas.
Así tuvo que ser: de tanto
que te procuré, me aborreciste;
tan sólo pesares te he dejado.

Raspaduras de celos, dudas
que no opacaron la certeza
de cuanto en ti me desolaba.

Tú, como si nada, te diviertes;
pero entristécete:
si todos sabrán que estoy quemado,
ninguno sabrá que por tus llamas.

Vete como de veras; pierde
el número atroz de este teléfono,
la dirección que no aprendiste,
aquel corazón tan despistado.

Igual sigue siendo todo; nadie
hay como tú, por mi fortuna;
pero a nadie como tú he llegado.

En el agua escrito y en el viento
quedó el amor perpetuo. Sombras.
Y me quemo, y de mejor violencia
—ay, mamá— te alumbro al apagarme.

Ya te conozco, ya obligado
soy a bien quererte y despreciarme.
Pero no, porque me da vergüenza;
pero sí, porque me estoy muriendo
sin voluntad ni penitencia.

Y por todo: porque no quisiste
permanecer, porque me olvidas,
porque me voy tristeando, gracias
te doy. Y por andar de noche.

                El problema sería saber si se tuvo el objeto del deseo, si no fue como escribió Horacio Quiroga: “Había amado una sombra, o más bien dicho, dos ojos y 30 cm. De brazo, pues el resto era una larga mancha blanca.” Y es que bien poco sabemos del poeta mexicano, hasta que, como siempre pasa, muera…

Me asome otra vez a la ventana
a ver si tocabas en mi puerta.
No era nadie. Todos los vecinos
saben que te estoy esperando.

Me divierten cosas que me cansan:
oír el silbato del cartero
que se acerca, espiarlo, contar las cartas
que reciben todos los que conozco,
y saber que nadie en este día
se acordó de mi para escribirme.

O llegar después del trabajo,
cuando tengo ganas de no estar solo,
y hacer la pregunta diaria:
“¿Me llegaron cartas?”
Y sé que nunca
habrá de escribirme nadie,
porque tú no sabes en donde vivo.

También pienso a veces que estas de viaje,
que regresaras cualquier día.
Pero no estaré cuando vuelvas.

A mí me ha tocado no estar contigo;
no tengo miradas para encontrarte
ni hay cosa en que pueda reconocerte.

                Y es que todos los escritores son desconocidos hasta que lo lamentamos. Y la muerte, su eterna compañera los reclama. O los gusanos a la hora de cenar. Porque somos una especie con morbo, con sordidez, con un paladar exquisito para el cadáver, somos parte de lo mismo pero diferente, somos del hormiguero, somos de otro modo lo mismo. (Porque solo recordaremos sus premios)



Hay días tan áridos, que yo mismo
quisiera callarme, ponerme,
sin pensar en nadie, a dormir. Quisiera
quedarme dormido mucho tiempo.
O buscar alguna compañía
necia, emborracharme hasta que nada
me importe, alquilar por media hora
una desdichada que me abrace,
que no me conozca, que me aborrezca
porque yo no soy lo que ella quiere.

Me canso de estar hablando solo;
me fatiga ya, por conocido,
el trabajo absurdo de estar queriendo,
tomando y perdiendo las esperanzas;
como el buscador de conchas marinas
-juntador de pobres tesoros cóncavos-
que al mover la arena ya lo sabe:
siempre estará rota la más hermosa.

Dicen que las cosas en otro tiempo
eran diferentes: su belleza
nacía con ellas, maduraba tranquila;
al llegar la muerte, les dejaba
su existencia pura de hermosas ruinas.

En nosotros nace y caduca todo
sin cumplirse; todo está quebrado;
desde el nacimiento se nos pudre.

Y somos cercados por embriones
de cosas formadas de prisa
que se abandonaron en sus comienzos,
pero que allí quedan, abortadas,
cerrando la luz, enloqueciendo
con su pesadumbre pegajosa.

Como los enfermos en la fiebre
estamos metidos en este mundo;
deliramos, secos hasta la muerte,
en medio de bocas hostiles,
de hormigas con malos sentimientos.
Y del hormiguero somos también nosotros.

Por F. Mictlan Arriaga V.

2 comentarios:

  1. Recordaremos los premios, nunca porque los ganaron jeje, asi decia Perry White. Creo que la intencion de escribir de la muerte es intentar de entender algo que no conocemos. Dicen que hay que escribir de lo que conocemos, y no conosco a alguien que muerto escriba sobre ella. En fin, aqui reportandome en la lectura de este blog. Saludos

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  2. "Ansia de resurrección, renovación de las cosas, es lo que siempre he pregonado en mi poesía". RBN.

    Muy buena entrada. Te comparto:

    http://ropavejerodesprestigiado.blogspot.com/

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