sábado, 9 de julio de 2011

LA BIBLIOTECA UNIVERSAL

LA BIBLIOTECA UNIVERSAL
Por Kurd Laßwitz



–Siéntate de una vez, Max –dijo el profesor Wallhausen–, de verdad que no hay nada para tu revista entre mis papeles. ¿Qué te pongo, vino o cerveza?

Max Burkel se acercó a la mesa y levantó las cejas circunspecto. Después, dejó caer confortablemente su fornida figura en la butaca y dijo:

–En realidad, me he vuelto abstemio. Pero cuando viajo… Ya veo que tienes una espléndida cerveza Kulmbacher… Muchas gracias, señorita… ¡Ya no más! ¡Buen provecho, viejo amigo, estimada amiga! ¡A su salud, señorita Briggen! Es muy agradable poder estar de nuevo contigo. Pero no hay remedio: tienes que escribirme alguna cosa.

–Por el momento no tengo ni idea. Además, ya se escriben demasiadas cosas superfluas y, por desgracia, se imprimen también.

–Eso es algo que, desde luego, no tienes que decírselo a un abrumado redactor como yo. Podemos preguntarnos qué es, entre todo eso, lo superfluo. Acerca de lo cual, público y autor tienen opiniones distintas. Y alguien como nosotros siempre escribe lo que la crítica cree superfluo. Estoy encantado –y se frotó las manos con placer– de que mi sustituto tenga que sudar aún tres semanas más.

–Me asombra –comenzó la señora de la casa– que usted todavía tenga algo nuevo que publicar. Creía que ya se había agotado casi todo lo que se puede componer con las pocas letras de que usted dispone.

–Eso es cierto, señora Wallhausen, pero la mente humana es inagotable.

–En repeticiones, querrá decir.

– ¡Pues sí, gracias a Dios! –Sonrió Burkel–. Pero también en cosas nuevas.

–De todos modos –añadió el profesor–, con las letras la Humanidad puede llegar a expresarlo todo: experiencia histórica, conocimiento científico, imaginación poética, enseñanzas de la sabiduría. Al menos, todo lo que puede expresarse con el lenguaje. Pues nuestros libros transmiten, de hecho, el conocimiento de la humanidad y conservan el tesoro que la labor del pensamiento ha acumulado. Sin embargo, el número de las combinaciones posibles de las letras de las que disponemos es limitado. En consecuencia, toda la literatura posible tiene que depositarse en un número finito de volúmenes.

–Mi viejo amigo, ya estás hablando otra vez más como matemático que como filósofo. ¿Cómo puede ser finito lo inagotable?

–Si me lo permites, voy a calcularte de inmediato cuántos volúmenes tendrá la biblioteca universal.

–Tío, ¿tan sabihondo te vas a poner? –preguntó Susanne Briggen.

–Pero, Suse, para una señorita que acaba de salir del colegio nada puede resultar demasiado sabihondo.

–Gracias, tío, pero sólo lo preguntaba para saber si tengo que ir por mi costura, porque ya sabes que con ella pienso mejor.

–Mira, lista, lo que tú quieres saber es si voy a soltar toda una conferencia. Pues no es lo que pienso hacer. Aunque podrías traerme del escritorio una hoja de papel y un lápiz.

–Trae también la tabla de logaritmos –añadió Burkel con irónica seriedad.

–No lo quiera Dios –añadió la señora de la casa.

–No, no, no hace falta –exclamó el profesor–; y no presumas tanto con tus labores de costura, Suse.

–Aquí tienes una ocupación más agradable –dijo la señora de la casa, y le acercó un frutero con manzanas y nueces.

–Muchas gracias –respondió Susanne cogiendo un cuchillo–, ahora sí que voy a poder con tus ideas más duras de pelar.

–Ya puede hablar, por fin, nuestro amigo –empezó el profesor–. Me pregunto lo siguiente: si somos concisos y si renunciamos a una representación especialmente estética por medio de los diferentes tipos gráficos y se cuenta también con un lector que no quiere que se le ponga todo demasiado fácil, sino que se fije nada más que en el sentido…

–Ese lector no existe.

–Pero supongamos que sí. ¿Cuántas letras se necesitarán para toda la buena literatura y para la popular juntas?

–Bueno –dijo Burkel–, si nos limitamos a las letras mayúsculas y minúsculas del alfabeto latino, a los signos de puntuación habituales, a las cifras, y no nos olvidemos de los espacios que separan las palabras, todo esto no sería mucho.



Susanne miró sorprendida apartando la vista del frutero.

–Me refiero al tipo de imprenta para el espacio en blanco con el que el cajista separa cada palabra y rellena los espacios que quedan vacíos. Aun así, no sería demasiado… ¡Aunque para los libros científicos, qué cantidad de símbolos tienen ustedes los matemáticos!

–Para ello nos ayudamos por medio de los índices, los números que colocamos arriba o debajo de las letras del alfabeto, como, por ejemplo: a0, a1, a2, etc. Además, necesitamos una segunda y tercera series de cifras del 0 al 9. Si con esto se pudieran representar caracteres de varios idiomas, mediante un adecuado consenso…

–Me da igual. Confío en que tu lector ideal sea capaz de eso. Por lo tanto, creo que no necesitamos más que alrededor de cien signos diferentes para expresar todo lo pensable a través de la escritura.

–Pero mira, ¿cómo queremos que nos salga de gordo cada volumen?

–Creo que se pude escribir bastante bien sobre un tema si se llena un volumen con quinientas páginas. Estamos hablando de una página de cuarenta líneas, con cincuenta tipos (incluidos, por supuesto, los espacios, los signos de puntuación, etc.). Así llegamos a 40 x 50 x 500 letras para un volumen de ese calibre, que dará… ¡Bah!, eso lo puedes calcular tú mucho mejor.

–Un millón –dijo el profesor–. Si de todas maneras se repiten nuestros cien signos, compuestos en cualquier orden como para llenar un volumen de un millón de letras, saldrá cualquier texto. Y si se piensa en todas las posibles combinaciones, que de esta manera pueden producirse de forma automática, se llega total y absolutamente a todas las obras de literatura que se hayan escrito o que podrán escribirse en el futuro.



Burkel le dio a su amigo una enérgica palmada en el hombro.

–Oye, pues me apunto a la biblioteca universal. Así ya tengo todos los volúmenes futuros de la revista perfectamente listos para la imprenta. Ya no he de preocuparme más por los artículos. ¡Lo cual es increíble para un editor, ya que supone excluir al autor del sistema empresarial! ¡La sustitución del escritor por la máquina combinatoria, el triunfo de la técnica!

– ¿Cómo? –Exclamó la señora de la casa–. ¿Está todo en la biblioteca? ¿También Goethe entero? ¿Y la Biblia? ¿Y las obras completas de todos los filósofos que han vivido hasta hoy?

–Y también todas las versiones que no se le hayan ocurrido a ningún humano. Puedes encontrar también todas las obras perdidas de Platón o de Tácito y sus traducciones. Incluidas las obras futuras de nosotros dos, todas las conferencias olvidadas, y también las que se han de pronunciar aún, y también, junto con el tratado general de la paz mundial, la historia de las subsiguientes guerras futuras.

–Y el libro con todos los horarios de los trenes del imperio, tío –respondió Susanne–. Justo tu libro favorito.

–Por supuesto. Y todas las redacciones escolares de alemán que hiciste en clase de la señorita Grazelau.

– ¡Ay, si hubiera tenido yo ese libro en el colegio! Porque me imagino que se trata de un volumen entero.

–Permítame, señorita Briggen –interrumpió Burkel–, no se olvide usted de los espacios. Cada uno de los versos más breves puede abarcar un volumen entero, de manera que lo demás queda vacío. Pero también puede contener las obras extensas; si no hay espacio suficiente en un volumen, simplemente buscamos su continuación en otro volumen.

–Cosa de agradecer a la hora de buscarlo –dijo la señora de la casa.

–También tiene su dificultad –respondió el profesor con una sonrisa, arrellanándose en su butaca y persiguiendo placenteramente el humo de su cigarro con la mirada–. Parecería que, para que la búsqueda sea más fácil, la biblioteca tiene que contener su propio catálogo…

–Pues…

–Sí, pero ¿cómo quieres encontrarlo? Aunque encontraras el volumen que estuvieras buscando, no habrías conseguido nada. Porque la biblioteca contiene no sólo los títulos correctos, sino también todos los posiblemente falsos y las signaturas.

– ¡Diablos! Es cierto.

– ¡Hummmmm! En eso hay un problema. Tomemos, por ejemplo, el primer volumen de nuestra biblioteca: la primera página está vacía, la segunda también, y asimismo, las quinientas páginas restantes. Es decir, es el volumen en que se repite el signo de espacio en blanco un millón de veces…

–Al menos no contendrá ninguna tontería –interrumpió la señora Wallhausen.

– ¡Todo un consuelo! Y el segundo volumen también está vacío, completamente vacío, hasta la última página, en cuyo extremo inferior se encuentra, como signo correspondiente a la millonésima posición, una tímida A. En el tercer volumen ocurre lo mismo. Sólo que la A ha adelantado una posición; y en la última posición está, de nuevo, el espacio en blanco. Y, de esta manera, la A se va moviendo hacia delante, de posición en posición, a lo largo de un millón de volúmenes, hasta alcanzar felizmente la primera posición en el primer volumen del segundo millón. Ya no hay nada más en este volumen tan interesante. Y lo mismo pasa en los primeros cien millones de nuestros volúmenes, hasta que los cien caracteres hayan recorrido todos su solitario camino de atrás hacia adelante. Lo mismo se repite con la AA, o con cualesquiera otros dos caracteres en cualquier posición. En un volumen hay únicamente puntos, y en otro sólo signos de interrogación.

–Bueno –dijo Burkel–, esos volúmenes sin contenido se podrían reconocer enseguida y eliminar.

– ¡Hummmm! Sí… Pero aún falta lo peor: cuando se ha encontrado un volumen de apariencia razonable. Por ejemplo, si quieres buscar algo en el Fausto y encuentras, efectivamente, el volumen con el auténtico principio. Y cuando ya llevas leído un trozo, aparece de pronto: “¡Abracadabra, nada por aquí nada por allá!”, o solamente “AAAAA”… O comienza una tabla de logaritmos, sin que sepamos tampoco si es o no correcta. Pues en nuestra biblioteca no está solamente todo lo correcto, sino también todo lo posiblemente erróneo. No puedes fiarte de los títulos. Quizás un volumen pueda empezar: Historia de la Guerra de los Treinta Años, y a continuación: “Cuando el príncipe Blücher se casó con la reina de Dahomey en las Termopilas…”

– ¡Oye, tío, cómo me gusta eso! –exclamó Susanne emocionada–. Hasta yo misma podría escribir esos volúmenes: si se ha de entremezclar todo, en eso soy una experta. Seguro que en la biblioteca también se encuentra el principio de Ifigenia que declamé así en una ocasión:



De nuevo en vuestras sombras, ¡oh trémulas frondas!,
Obedeciendo a la necesidad y no a mi propio impulso,
Voy a sentarme en este banco de piedra.

Si todo eso estuviera impreso, habría acertado y allí encontraría, sin duda, la larga carta que les he escrito y que casualmente se ha perdido cuando quería mandársela. Mika había colocado encima sus libros del colegio. ¡Mira qué lástima! – se interrumpió vergonzosa, quitándose su rebelde pelo castaño de la frente–. ¡La señorita Grazelau me ha dicho claramente que debo tener cuidado en no ponerme a hablar como una cotorra!

–Ahí sí que has acertado –la consuela su tío–. En nuestra biblioteca no sólo están todas tus cartas, sino también todas las exposiciones de clase que has pronunciado y pronunciarás.

– ¡En ese caso, prefiero que no edites la biblioteca!

–No te preocupes, los textos no están allí sólo con tu nombre, sino también con el de Goethe, y además con todos los nombres posibles de toda la gente que ha firmado. Por ejemplo, allí se encuentra también nuestro amigo con su firma tan concienzuda pero que figurará en artículos que contienen también todas las infracciones posibles que si se condenaran no bastaría toda una vida para cumplir sus penas. Ahí se encuentra un libro suyo en el que está escrito después de cada frase que es falsa y un volumen en el que se jura que es verdad después de cada una de las mismas frases…

– ¡Basta ya! –exclamó Burkel, sonriente–. Ya sabía desde el principio que querías tomarnos el pelo. Por lo tanto, no me subscribo a la biblioteca universal, ya que es imposible distinguir entre el sentido y el sinsentido, lo correcto y lo erróneo; y si voy a encontrar tantos millones de volúmenes que afirman que contienen la verdadera historia del imperio alemán del siglo XX, y que se contradicen todos entre sí, para eso ya sigo utilizando directamente las obras de los historiadores. Renuncio.

–Muy inteligente de tu parte. Pues menuda tarea con la que cargarías. No, no quería tomarles el pelo. No afirmé que tú podrías sacar alguna cosa útil, sino que se puede determinar con precisión el número de volúmenes que contiene nuestra biblioteca universal, en la que, junto a todo lo arbitrario, tiene que estar también toda la literatura significativa que fuera posible.

–Pues calcúlalo. ¿Cuántos volúmenes serán? – Dijo la señora Wallhausen–. De lo contrario, esta hoja blanca no te va a dejar en paz.

–Eso es muy sencillo, lo puedo hacer mentalmente. Sólo hay que pensar en cómo podemos fabricar la biblioteca. En primer lugar, ponemos una sola vez cada uno de nuestros cien caracteres. En segundo lugar, a cada uno le añadimos después uno de los cien caracteres, de manera que se formen cien grupos de dos caracteres cada uno. Cada grupo estará repetido, a continuación, cien veces. En tercer lugar, añadimos, por tercera vez, todos los caracteres, y tendremos 100 x 100 x 100 grupos por cada tres caracteres, etcétera. Y como disponemos de un millón de espacios por volumen, de esta forma llegamos a tantos volúmenes como indica el número que se obtiene cuan-do se pone cien elevado a la millonésima potencia. Y dado que 100 corresponde a diez por diez, se obtiene así lo mismo que si escribiera el diez elevado a la dosmillonésima potencia. Muy sencillo: un uno con dos millones de ceros. Aquí está: 12,000,000.



El profesor levantó el papel.

–Sí –exclamó su mujer–, ustedes se lo toman a la ligera. Pero escríbelo una vez completo.

–Ya me cuidaré de no hacerlo. Escribir eso me llevaría al menos dos semanas, sin parar día y noche; la cifra impresa tendría cuatro kilómetros de larga.

– ¡Puaf! –Exclamó Susanne–. ¿Y eso cómo se pronuncia?

–No tenemos un nombre. No hay ninguna forma que nos permita representarla de alguna manera. Tan colosal es esa cantidad, aunque sea finita. Las que se pueden considerar como las más enormes magnitudes no son nada en comparación con este monstruo numérico.
– ¿Cómo sería –preguntó Burkel–, si se expresara en trillones?

–Un trillón es un número bastante bonito, un millón de billones: un uno con dieciocho ceros. Pero aunque dividieras nuestro número de volúmenes por esta cifra, habrías borrado de los dos millones de ceros solamente dieciocho. De manera que tendrías un número con 1,999,982 ceros. Tampoco puedes concebir una cifra así… Espera un momento.



El profesor borroneó algunos números en el papel.

– ¡Ya me lo veía venir! –Dijo su mujer–, por fin se hacen cálculos.

–Ya está. ¿Sabes tú lo que significa esta cifra para nuestra biblioteca? Supongamos que cada uno de nuestros volúmenes tuviera dos centímetros de grueso y que los hubiéramos colocado en una fila, ¿qué longitud piensas que tendría la fila?

Miró triunfante cuando se callaron todos.



De repente dijo Susanne:

–Yo lo sé. ¿Puedo decírselo?

– ¡Adelante, Suse!

–El doble de centímetros que el número de volúmenes que tiene la Biblioteca.

– ¡Bravo, bravo! –exclamaron todos–. Eso está bien.

–Sí –dijo el profesor–, pero vamos a estudiarlo más a fondo. Ya sabes que la velocidad de la luz es de 300,000 kilómetros por segundo, lo cual significa aproximadamente 10 billones de kilómetros en un año, y eso equivale a un trillón de centímetros. Si nuestro bibliotecario corriera a la velocidad de la luz a lo largo de la fila de volúmenes, necesitaría dos años para atravesar el espacio de un trillón de volúmenes. Y para recorrer toda la biblioteca, haría falta el doble de años que trillones de volúmenes hay en ella. Eso significaría, como ya se ha dicho, un uno con 1,992,982 ceros. Lo cual me gustaría resumirlo de la manera siguiente: no se puede concebir ni el número de años que necesita la luz para recorrer la biblioteca, ni el número de los volúmenes. Y eso demuestra muy a las claras que se trata de un esfuerzo vano imaginarse esta cifra aunque sea finita.

El profesor iba a dejar el papel cuando Burkel dijo:

–Si las señoras me permiten un momento, quisiera hacer una pregunta. Tengo la sospecha de que has calculado una biblioteca para la cual no hay sitio en el mundo entero.

–Eso lo vamos a saber enseguida –precisó el profesor, y empezó de nuevo con sus cálculos–: Si metiéramos toda la biblioteca de forma que pusiéramos mil volúmenes en un metro cúbico, haría falta para contenerla todo el universo hasta las últimas nebulosas lejanas que resultan visibles, tantas veces que también esa cifra de los universos llenos de paquetes sólo tendría sesenta ceros menos que el uno con los dos millones de ceros, que es la cifra que alcanzan nuestros volúmenes. De cualquier manera, la cosa se queda en eso: no podemos aproximarnos, de ninguna forma, a esta cifra gigantesca.

–Ya ves cómo yo tenía razón en que era inagotable –dijo Burkel.

–De eso nada. Si le restas a la biblioteca ella misma, obtendrás un cero. Es finita y es, como concepto, muy claro. Lo sorprendente es sólo lo siguiente: escribimos con pocas cifras el número de volúmenes que contienen el aparente infinito de todas las literaturas posibles, pero intentamos asumir el contenido en nuestra realidad e imaginamos en particular, por ejemplo, que buscamos un volumen concreto de nuestra biblioteca universal, y así nos enfrentamos a una clara formación de nuestra propia razón como a algo infinito e inconcebible.
Burkel asintió seriamente y dijo:

–El intelecto es infinitamente mayor que el entendimiento.

– ¿Qué significan esas enigmáticas palabras? –preguntó la señora Wallhausen.

–Yo sólo creo que podemos pensar infinitamente mejor que lo que somos capaces de reconocer a partir de la experiencia. Lo lógico es infinitamente más poderoso que lo sensorial.

–Eso es lo sublime –apostilló Wallhausen–. Lo sensorial es, con el tiempo, efímero. Lo lógico es independiente del tiempo y universal. Y como lo lógico no significa otra cosa que el pensamiento de la humanidad misma, por eso tenemos este don intemporal mediante el cual compartimos las leyes perennes de lo divino, compartimos también el destino del infinito poder creativo. En ello radica la ley fundamental de la Matemática.

–Sí –dijo Burkel–, las leyes nos deparan la confianza en la verdad. Pero sólo podemos aprovecharlas en el instante en que llenamos su forma con una experiencia vivida. Es decir, cuando encontramos el volumen que necesitamos de la biblioteca.

Wallhausen asintió, y su mujer recitó en voz baja:

Pues con los dioses
no debe compararse
ningún humano.
Si se eleva
hacia arriba
y roza
con la coronilla las estrellas,
en ningún sitio se adhieren entonces
las inseguras suelas,
y con él juguetean
nubes y vientos.

–El gran maestro acierta –dijo el profesor–, pero sin la ley lógica no habría nada seguro que nos elevase sobre las piedras hasta las estrellas. No nos está permitido abandonar el suelo firme de la experiencia. No tenemos que buscar en la biblioteca universal el volumen que necesitamos, sino que debemos recrearnos en un trabajo serio y honesto.

–El azar juega y el intelecto crea –exclamó Burkel–, y por eso mañana vas a escribir todo esto a lo que has juga-do hoy, y me llevaré, pese a todo, el artículo.

–Ese favor sí que puedo hacértelo –dijo riéndose Wallhausen–, pero te aseguro que tus lectores pensarán que es algo sacado de los volúmenes superfluos… ¿Y ahora qué es lo que quieres, Suse?

–Quiero crear algo razonable –dijo ella con gravedad–. Yo llenaría la forma con la sustancia.

Y llenó de nuevo los vasos.


Texto: Kurd Laßwitz.
Traducción: Adelheid Hanke-Schaefer y Antonio Fernández Ferrer.
Música: Goodspeed you! black emperor.
Imágenes: M. C. Escher.

No hay comentarios:

Publicar un comentario