Hijo de la
Malinche: En México somos hijos mestizos, de madre sumisa terriblemente, pero
india; o esta, hija de la tierra tan acostumbrada a que le abran surcos en la
espalda, en el pecho, en los pies, las manos, y en, sobre todo, la cara. De padre
español, dicen que preso, con promesas de tierra libre, de bárbaros que
subyugan a la mujer, a los animales, al hombre mismo y a sus inventos. Nosotros,
tan acostumbrados a ser unos hijos de la chingada como diría Octavio Paz, pero
chingada en su propio castigo, no chingada en la acepción ventajosa, la que debería
de darnos un sentido menos machista, la que nos permite ver sus venas expuestas
en el arado, la que nos deja en su lomo, la que nos carga sobre ella para poder
sentirnos grandiosos sin que sea un logro personal, porque ella, la madre indígena
que nos carga, va siempre viendo al suelo, va con la vista en la tierra. ¡Ah
suerte la nuestra! porque esa madre cabizbaja que llevamos dentro es la que nos
hace sonreír ante la adversidad, la que nos hace ver la tierra como un espejo y
que hace que nos duela su ajado vaivén y su desgraciado futuro.
Mientras que
nuestro lado masculino es un soberbio: nos cerramos al pasado tras las rejas y
al pasado de violador de indias, al pasado no bárbaro, porque nuestro padre
español no es un bárbaro, pero si egoísta, porque el mundo era un huevo y era
para nosotros, porque nosotros tenemos muchos huevos, es lo que nuestra madre
india nos dijo y nos enseño y aprendimos; sin bañarnos en el rio nuestra madre
india nos enseño la diferencia entre los sexos, el que va arriba: el hombre; la
que va abajo: la mujer. La virgen y la iglesia y la religión católica, todas
mujeres y todas nos enseñan que el hombre va montado en la mujer, no es el
español padre, es más la madre india porque un día nos damos cuenta de que nos
ha abandonado… no, no nos abandonó, se fue con el padre viento y el abuelo
fuego, porque ahí es donde sabemos, ahí en la experiencia aprendemos lo que
somos, de dónde venimos y a donde vamos. Donde estamos es la cuarta dirección. Pero
somos machistas, somos mexicanos, con un cru(z)e de caminos en el nombre, entre
mujer y hombre, la mujer obediente y cabizbaja, el hombre agresivo y posesivo. Pero
la mujer sale adelante porque carga al hombre, el hombre sale adelante porque
lo carga la mujer, somos una simbiosis casi perfecta, casi necesaria.
Porque luego,
en México, es un pecado ser puto. El que no brinque es puto. Y el puto es a
veces la mujer que no trae a su hombre arriba, sino a otra mujer. Y el puto en México
es el hombre que no va sobre una mujer, sino sobre otro hombre. Y eso, aquí, es
pecado. Entonces también somos pecadores los que no nos atrevemos a ir arriba
de nadie, no somos putos, ni hijos de la chingada, al parecer no somos nada. Porque
teníamos una madre india y un padre español. Porque nuestro padre putativo
indio no quiso o no pudo violar a nuestra madre putativa española. Un español
con una india es cosa de dios, es civilización, es civilizar. Un indio con una
española es una aberración, es inmoral, es pecado. Entonces México sumiso y
machista, o los mexicanos sumisos y machistas, somos mestizos y somos una descripción
vaga de una situación histórica con sabor a tabú. Entonces en México nos falta
algo, nos falta reconocernos en nosotros mismos, no como todo lo dicho, sino en
lo que falta por decir.
¿Qué es el
mexicano? Es el mole, más que nada. Mas de cien ingredientes, y nos vienen a
buscar y nos dicen mas de cien mentiras y pasamos más de 500 años recordando y
aceptando lo que todavía no sabemos que somos. Entonces el mexicano es un signo
de interrogación en la frente, aunque unos le vean cara de nopal, es cuestión de
gramática. También somos una puerta siempre abierta. Somos la puerta. Somos la
tierra. Somos los cien chiles y el chocolate; el cacao; las playas… las plazas
y los entomófagos. Parimos futuro, casi nunca presente. Y es que en México el
hombre también pare, el hombre a veces es madre y la mujer a veces es padre; en
México el sexo a veces no importa porque se nos olvida que el que no haga ruido
es puto. A veces no hacemos ruido.
En México nos
gusta pensar que soñamos de a gratis, de gorra. Pero siempre nos cuesta, las más
de las veces una historia en repeat, en ingles por cierto. Y es que en México,
los mexicanos, los indios, los mestizos, los españoles y las sátiricas
versiones de nosotros mismos no nos burlamos de la muerte, cómo, si es nuestra
hermana, la hermana virgen con la que todos nos queremos casar. No me cansen
con incestos psicoanalíticos, todos queremos a la hermana muerte. Y le hacemos
fiesta, le damos dulces como a la hermana pequeña, la respetamos jocosamente
como a la hermana mayor. Y casi todo el año la enterramos en un altar de
veladoras como a la madre virgen para acordarnos de la lucecita que nos lleva todas
las noches a Janitzio, a Guanajuato, a mezcal, a tequila, a Oaxaca, a la
colonia roma… y en todos lados huele a muerte, aquí le decimos a tierra mojada,
porque hasta en el desierto a veces nos huele a tierra mojada.
El mexicano es
el cuerno de la abundancia que le da forma a nuestra geografía. No leemos
porque si leemos nos da miedo y el hombre mexicano (y la mujer y su mujer) no
tienen miedo. Aquí nos enseñan a jugar con fuego, hasta en los semáforos. Aprendemos
a ladrarle a los perros y curarnos de espantos. Podemos gritar con todas
nuestras fuerzas que somos la raza más fuerte, la cósmica, la criolla, los
hijos de Villa y Zapata, de Malinche y Cortés, de Hidalgo y su costilla o de Morelos
y Pavón. Somos hijos de la fortuna, lo que nos infiere una superioridad
habitual en nosotros, pero díganme: ¿Qué hacemos con un país lleno de tantos
tan cabrones? Y es que también somos cabritos y vacas y bueyes; gallos, puercos
y ratas. Unos zopilotes y comemos huitlacoches. Acociles y comemos chapulines. En
la panza somos tepoztecos, en la cabeza traemos una luna con conejo y en el corazón
un venado azul que recorre nuestras venas cuando nos acordamos de él y de su
cuna.
Es que el
mexicano somos y es la mariguana y el peyote; el floripondio y el lophophora
williamsii; toloache y semillas de otra virgen. Lupitas y marías tatuadas en la
piel más que un Cristo y más que a nuestra jefecita; somos un grupo de
estudiantes inconformes un día pero al siguiente ya nos acostamos con la
hermana muerte y amanecemos todos, todos, todos tirados en plazas públicas,
pero no pasó nada. O decía Monsiváis, más bien escribía: no pasa nada porque
siempre está pasando todo. Amanecemos con la muerte pintada en el cuello, en la
frente y en las manos, la completamos en el cerro cuando el tecolote canta y
nos vamos con el sol escuchando canciones de un tal José Alfredo.
La poesía nos
resbala, porque no nos damos cuenta de que la vamos viviendo, en la plaza, en
la carretera, y nos llega de a poco, tan de apoco como la canícula y cuando la
traemos encima ya no nos gusta, estamos llenos de ella. Ella se llena de
nosotros y vienen otros y se la llevan a otras latitudes que no conocemos. Porque
México es nuestro mundo, es nuestro huevo, después de las fronteras somos
otros, somos turistas y chauvinistas y nos llega la Malinche como una madre
traicionera pero amorosa: nos escondemos a llorarla porque no nos gusta el
tequila, que siempre no, pero soy mexicano y me lo empujo a mordidas de
jalapeño porque soy folclor que me hace existir. Por eso nos escondemos a
llorar la raíz de nuestros mezquites y ahuehuetes y agaves multicolores.
Nunca somos
ilegales, sólo cruzamos la tierra para ver qué se nos olvidó del otro lado;
nunca somos clandestinos, sólo usamos mascaras para festejar la suerte que
traemos en los grandes ojos oscuros, porque no son para nadie si no son para
nosotros. Yo elijo quién me pega. Yo elijo a dónde no me dejan entrar porque
siempre hay mejores lugares a donde no ir. Yo elijo dónde no me quieren y dónde
me quieren: no hay mejor dueño de su destino que el mexicano. Con el zarape escondo
los latigazos que yo quise llevar y que no quiero que nadie vea, solo la noche
porque la sangre hace crecer al maíz, la sangre del mexicano, del mestizo.
Un día nos
plantaron en algún lugar entre las coordenadas 32° y 14° norte y 86° y 118°
oeste como quien hecha un volado y la moneda no es para jugar rayuela, es para
jugar con el azar planteándole, tramposos, solamente dos posibilidades: ser o
no ser, mexicano. A veces el azar gana y a veces pierde, todavía no sabemos cuándo,
pero a veces lo que si sabemos, somos mexicanos y otras veces es el “resto del
mundo”. Y cuando cae mexicano nacemos todos, porque somos todo lo que dije y lo
que no he alcanzado y lo que no he sabido decir. Somos el diccionario de
México. Somos como una receta: agréguele especias al gusto, mézclelo con
fuerza, muélalo en molino de piedra con tanta fuerza como posea, caliéntelo, macérelo,
quémelo, haga lo que quiera y después sírvalo, frio, caliente, al tiempo, da
igual, lo más importante es saber con qué acompañarlo, porque el mexicano,
todos nosotros juntos, siempre estamos solos con nosotros y nos defendemos y
nos acompañamos, pero seguimos siendo uno, el solo, el catrín, la muerte, el
nacido bajo tierra y agua, los de barro y fuego, solo nos falta un soplido para
existir desde los huesos de Quetzalcóatl y un soplido para regresar al caracol
a jugar que somos otro, el mismo.
Nos call(y)ó
el chahuixtle.
Mictlan Arriaga V.
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